Nuestro director del Máster Universitario en Acción Política, Fortalecimiento Institucional y Participación Ciudadana en el Estado de Derecho, reflexiona en el siguiente artículo sobre la realidad política actual y las distintas “obviedades” que hay que tener al lidera un estado o un partido político, que a veces no se tienen en cuenta.
“Los sistemas democráticos parten de una premisa que no por evidente es comúnmente admitida: que las sociedades son plurales, que no todo el mundo piensa lo mismo y que es legítimo y hasta positivo que así sea. La formación de partidos es su consecuencia natural. Su cometido es canalizar las distintas corrientes de opinión a través de un mecanismo de toma de decisión admitido por todos. Cada partido es en sí una coalición, pero con capacidad para lograr una cierta homogeneidad. Sus votantes habituales o esporádicos reconocen en sus siglas determinados valores, intereses, percepciones y prejuicios que, en mayor o medida, conforman una “cultura política”. Sus dirigentes, salvo casos de cinismo extremo, compartirán esa cultura y tratarán de mantener la cohesión de sus votantes ante la inevitable necesidad de realizar concesiones en pos del bien común, de la lealtad al sistema o de exigencias administrativas. Querer y poder no son verbos sinónimos. Un partido se cohesiona a partir del primero y se tensiona o divide por el segundo. Los votantes son conscientes de ello, lo asumen pero estarán vigilantes sobre la lógica del proceso, sobre la fidelidad a esos elementos singulares que les dotan de identidad política.
La política no es una actividad fácil, de ahí que a lo largo de la historia se la haya vinculado con las elites. Cualquiera puede ser elegido presidente, como recordaba ese ejemplo de irresponsabilidad crónica que es Rodríguez Zapatero, pero eso sólo garantiza el desastre. Cuando hablamos de elites no nos referimos al conjunto de ciudadanos que han demostrado una capacidad superior en una determinada actividad, sino sólo a las elites políticas. Administración y política no son sustantivos sinónimos. El primero hace referencia a la gestión, mientras que el segundo se centra en la dirección de los asuntos públicos. La política es cosa de políticos, no de funcionarios con ambiciones. Me decía un destacado empresario que “en general no es una buena idea nombrar consejero delegado al asesor jurídico” y es que confundir el qué con el cómo puede tener consecuencias catastróficas. Liderazgo y capacidad de comunicación son características imprescindibles del político, del que es, no del que está. Saber adónde dirigirse y hacerlo con la ciudadanía, no sobre o a pesar de ella, es lo que confiere al político la condición de elite. El tiempo de los “golillas” quedó atrás hace la friolera de dos siglos. Sólo el peso de los altos cuerpos de la Administración en España, y muy especialmente en el espectro del centro-derecha, explican su presencia. El proceso de modernización que ha vivido nuestros país debe mucho a estos cuerpos, de cuya capacidad y experiencia podemos sentirnos orgullosos. Sin embargo, su lealtad a la Administración por encima de la debida a la ciudadanía, su actitud altiva, su querencia por un despotismo ilustrado anacrónico chocan con el ejercicio cotidiano de la comunicación, quintaesencia de la política contemporánea. La política es un mercado, que como cualquier otro tiene sus peculiaridades. Maltratar, engañar, faltar al respeto al cliente, aunque supuestamente sea por su bien, puede dar resultado en el corto plazo, pero en el medio y largo tendrá consecuencias fatales.
Los partidos se deben a sus electores, pero en el marco de un determinado sistema político al que también deben lealtad. Tanto la España liberal como la democrática han buscado el bipartidismo. A los españoles nos gusta la estabilidad de un sistema a dos, como hemos demostrado a lo largo de los años. El bipartidismo exige a cada uno de los partidos un esfuerzo continuo por integrar a todas las formaciones situadas en su espacio político natural. Antonio Cánovas tuvo que tragarse su orgullo para integrar a la Unión Católica de Alejandro Pidal y sólo él sabe lo que le costó. Práxedes Mateo Sagasta lo intentó con los republicanos, con suerte desigual. Manuel Fraga y José María Aznar lograron que la extrema derecha se integrara en un gran partido de centro-derecha, mientras Felipe González supo reducir el peso de los comunistas a una cantidad residual. La responsabilidad de liderar exige crecer hacia los extremos al tiempo que buscar el voto del centro para poder formar mayorías estables. La política tiene un componente científico, pero el liderazgo es arte, es la magia que permite crecer hacia los extremos y hacia el centro al mismo tiempo. Si cada partido cumple su cometido el sistema se estabiliza y puede afrontar con mayores garantías los retos que cada tiempo histórico plantea.
Soy consciente de que todo lo escrito no son más que obviedades que cualquier alumno de Ciencia Política o Historia conoce. Pero hay momentos en los que el sentido común destaca por su ausencia y lo obvio parece no serlo tanto. Si nos fijamos en el Partido Popular, que hoy gobierna España con una cómoda mayoría absoluta y que según los sondeos está a punto de sufrir un batacazo histórico, encontraremos algunos ejemplos representativos.
Si atendemos al plano identitario, al de la cultura política liberal-conservadora, es fácil comprender que sus votantes no se sientan representados ante la dimensión de la corrupción, una política fiscal contraria al programa y más propia de un gobierno socialista, el seguimiento de una política antiterrorista tantas veces enunciada, la frivolidad con la que se ha tratado el siempre delicado tema del aborto o la descarada politización de la judicatura. El votante tiene claro que ni entregó el voto para desarrollar esas políticas ni son necesarias por una causa superior.
Si nos concentramos en la relación partido-elector hallamos una actitud altiva y displicente, que en el caso del ministro de Hacienda llega a dimensiones psiquiátricas. Desde hace años afirmar que el Partido Popular no sabe comunicar se ha convertido en una muletilla que los propios populares repiten como si fuera una característica propia de su idiosincrasia. Esta afirmación contiene un grave error, ejemplo de lo poco que saben de comunicación política. La comunicación es sólo un medio. De nada sirve saber comunicar si no se tiene qué comunicar. Pongamos un ejemplo: la política sobre el aborto. Si el Partido Popular hubiera externalizado en la mejor agencia de comunicación su campaña, ¿hubiera logrado un mejor resultado? Posiblemente no, porque se hubiera puesto aún más en evidencia la frivolidad con que se gestionó.A veces no saber comunicar es lo mejor que le puede pasar a una formación política. El problema reside en la estrategia política, o en su carencia, más que en la política de comunicación. Se gobierna con perspectiva funcionarial, no política. Todo lo más se valoran los efectos electorales, lo que lleva a más bandazos e incoherencias.
¿Puede un partido invitar a sus cuadros y electores a abandonar sus filas? No es lo habitual, pero el Partido Popular lo hizo en el marco del histórico Congreso de Valencia. Como cabía esperar cuadros y electores se han ido. Con ello no sólo el partido se debilitaba, iniciando un camino hacia ninguna parte, sino que incumplía uno de sus cometidos en relación a la estabilidad del sistema: el de integrar al conjunto de corrientes ideológicas de su espacio político natural.
Los resultados de las elecciones autonómicas en Andalucía confirman tendencias que los sondeos vienen pronosticando con carácter nacional: que una parte importante de los electores clásicos apuestan por la abstención, mientras que otros se decantan por Ciudadanos. Todo ello no es más que el resultado de algo más importante, que se ha quebrado la confianza entre los electores y el partido por las razones antes expuestas. No conviene confundir el mal con sus síntomas. El problema no es la falta de comunicación, ni la emergencia de Ciudadanos, ni la apatía de unos electores que no parecen entender el sacrificio que el Gobierno ha tenido que hacer. El problema es que los electores no confían en la dirección del partido, que ha contado con un histórico respaldo de las direcciones regionales y de sus cuadros. Si no entienden que ellos han creado Ciudadanos y que son ellos los que le están haciendo las campañas electorales en curso es que no comprenden las coordenadas básicas de la situación en que nos hallamos. Su problema no es Ciudadanos, sino sus electores. Si quieren tener futuro más vale que atiendan a su clientela con el respeto debido. Si no ¡a quién le puede extrañar! cambiarán de proveedor. No se engañen, el mercado político, por imperfecto que sea, es capaz de generar alternativas ante la incompetencia de la oferta.”